Machincuepas
Rosario Segura
Lunes 22 de diciembre de 2025
El día que se nos escapó la cigüeña
La Guillermina Cano, vecina de toda la vida, era una mujer regordeta, de cachetes como manzana y pelo rizado, tirándole a rojo, como si el sol la hubiera confundido con durazno. Yo la recuerdo desde que me hice amiga de la Toñita, su hija mayor, y aunque llegamos a ser inseparables, no recuerdo el nacimiento de sus primeros hermanos. Tal vez porque la diferencia de edad entre uno y otro era mínima, apenas nueve meses; o tal vez porque en esa casa los niños brotaban con la naturalidad de las cosas inevitables.
El caso es que, desde que tengo memoria, la Guillermina ya tenía dos hijos hombres, además de mi amiga, y todos crecimos juntos entre el polvo de la calle, los juegos interminables y las rodillas perpetuamente raspadas.
Hasta que un día nos enteramos de que la Toñita tendría otro hermanito. El más chico, Lorenzo, tenía como tres años, y lo sé bien porque fue el día de su cumpleaños. Estábamos comiendo el quequi que le habían preparado especialmente para festejarlo cuando, así sin ceremonia, nos dieron la noticia: la cigüeña visitaría muy pronto esa casa para traer, en su pico, a un nuevo hermanito.
Aquello nos llenó de emoción. Hicimos la promesa solemne de que ahora sí estaríamos atentos para ver llegar al ave picuda que cruzaba tan seguido el cielo del pueblo y que, sin embargo, nunca nadie la había podido ver a la hora de los nacimientos. Siempre era lo mismo: se escuchaban los gritos del recién nacido, pero del pájaro ni rastro. Esta vez no se nos escaparía. Cuando viéramos llegar a la nana Toña, la comadrona del pueblo, y a las vecinas en la cocina, de un lado para el otro, poniendo a hervir agua y buscando sábanas, correríamos a la ventana para presenciar tan importante llegada y más que al niño nos interesaba ver a la cigüeña tan mentada.
Según nos habían explicado, cuando la cigüeña ya reconocía el lugar donde dejar al niño, volaba bajito y, por la ventana que dejaban abierta al patio, metía el pico y, con una delicadeza digna de confianza, depositaba al bebé entre los brazos de la madre.
Había cosas, sin embargo, que no terminábamos de entender. Si la cigüeña hacía todo el trabajo, ¿para qué se juntaban las vecinas en la cocina? ¿por qué hervían agua como si fueran a preparar caldo? ¿por qué nos sacaban a los chamacos del cuarto, mandaban al esposo a esperar a la cantina y hacían que la futura madre tomara tés amargos para que se le desinflamara la panza? Yo preguntaba, y una vez me explicaron que eran asuntos de grandes, de esos que se entienden con el tiempo.
Lo que sí nos intrigaba era que, después del primer grito del recién nacido, de los lamentos de la mujer y de la supuesta retirada del ave, las mujeres salieran del cuarto con las sábanas manchadas de sangre.
—¿Y si la cigüeña —dijo una vez la Toñita, muy seria—, al meter el pico para dejar al niño, pica y pica la panzota de las mujeres por eso tanta sangre?
La explicación nos pareció probable. Y esta vez comprobaríamos la teoría, porque no nos moveríamos de la ventana hasta ver llegar al pajarraco, aunque se nos cansaran los ojos de buscarla en el cielo.
El día que empezó con un movimiento intenso y de pronto la figura de la nana Toña apareció en la casa de la Guillermina, corrimos a la ventana del cuarto, la que daba al pozo. Nos sentamos en el pretil como si aquello fuera un palco de primera fila.
Éramos poco más de diez buquis sentados apretados y silenciosos, mirando el cielo sin parpadear. Nadie quería perderse el instante exacto en que la cigüeña descendiera. Dentro del cuarto se escuchaba el ir y venir de las mujeres, el agua hirviendo, los murmullos apurados y algún que otro quejido que nos hacía estirar más el cuello. Afuera, el tiempo parecía haberse detenido.
Pasó tanto rato que Lorenzo, se quedó dormido. El cansancio pudo más que la emoción y, sin que nadie lo notara, se fue recargando hacia atrás hasta desaparecer de nuestra vista. En un descuido fatal, cayó de espaldas dentro del pozo.
El griterío fue inmediato. Los vecinos salieron corriendo, alguien trajo una cuerda, otro se persignó, y entre todos lograron sacar a Lorenzo empapado, llorando y con un susto que le duró hasta su siguiente cumpleaños.
Con semejante alboroto, nadie vio a la cigüeña. Tal vez llegó de puntitas y se fue sin hacer ruido, o tal vez nunca existió más que en nuestra imaginación. Lo cierto es que, mientras afuera rescatábamos a Lorenzo del pozo, adentro la Guillermina recibía a otro hijo hombre, al que llamó Víctor.
Y así fue como, por andar cuidando el cielo, se nos volvió a escapar la cigüeña.
