martes, diciembre 2, 2025

La complicidad del silencio / Rosario Segura

Fecha:

Machincuepas

Rosario Segura

Martes 2 de diciembre de 2025

La complicidad del silencio

Una historia de infancia marcada por lo que se dijo y por lo que nunca se atrevió a nombrarse.

La conocí desde chica, éramos de la misma edad y el corral de su casa colindaba con el corral de las vacas y las gallinas de la casa de mi nana.

Hago esta referencia importante porque el patio trasero era tan grande que abarcaba una manzana completa así eran las casas en los pueblos, la casa en medio patio; al frente para las plantas de flor y presumirlas con las vecinas y árboles frutales en la parte de atrás de la casa y más allá de los naranjos y toda clase de frutales, el espacio para el corral de las vacas y el gallinero, así que el corral de la casa de la Laura daba exactamente a la parte de las vacas y el gallinero.

Antes de coincidir en la escuela primaria y compartir el mismo salón, nos veíamos de patio a patio sin llegar a ser amigas.

Aquél primer día de clases en el salón de la señora Virginia, después de ver a la maestra, la vi a ella, -siéntate ahí en la banca al lado de la Laurita- me dijo la profesora y aunque de una u otra manera todos nos conocíamos en el pueblo, sentarme con alguien a quien consideraba tan cercana, creo que, por la colindancia de los patios, me dio confianza y consuelo ese primer día de clases, así que de ahí en adelante fuimos amigas más allá de los patios.

La Laurita era una muchachita inteligente vivaracha hasta que se volvió pazguata, decía la señora Virginia, pues de repente siempre andaba durmiéndose, como si cargara con un cansancio que no le tocaba a una niña de nuestra edad.

Se volvió challada y ya no tenía esa chispa con la que antes se reía de cualquier cosa. Llegaba tarde a la escuela con unas ojeras que se le miraban desde la puerta, y poco a poco empezó a faltar, a perderse del salón, de los recreos, de los juegos.

El día de la entrega de boletas escuche a su madre decir que la maestra la había reprobado. Tendría que repetir el primer año de primaria.

Algo le pasaba, algo muy malo y aunque en el pueblo todos nos conocemos y todo se sabe, en ese momento nadie entendía de dónde venía ese cambio tan brusco.

Era como si la Laurita se hubiera ido apagando sin que pudiéramos hacer nada por encenderla de nuevo.

Yo, al terminar el año escolar, cambié de escuela y de ciudad. Dejé atrás el patio de las vacas, el gallinero, los naranjos y también a la Laurita.

La vida me llevó por otros caminos, pero ella siempre se quedó en algún rincón de mi memoria, como esas personas que sin ser familia forman parte de tu infancia.

Cuando regresaba en vacaciones ya no la veía de patio a patio ni en la tienda.

Años después, unas vacaciones de diciembre la vi.

Venía caminando por la plaza, más seria, se veía más adulta, que sus apenas 12 años, traía un niño pequeño agarrado de la mano.

Aunque ella era la chica de su casa pensé que era su hermanito.

Con el tiempo fui sabiendo la verdad.

Y mientras más piezas juntaba, más recordaba aquella casa de la Laurita: un hogar que por fuera parecía como todos, con sus macetas en la entrada, su ropa tendida en el patio y el olor a café temprano, pero que por dentro guardaba un silencio que ahora entiendo distinto.

En aquel entonces yo era niña, y una no sabe leer los silencios, sólo los siente.

Pero ahora, vista desde lejos, esa casa me parece llena de rincones donde las palabras se atoraban antes de salir.

La mamá de la Laurita era madre soltera, una mujer que hacía lo que podía con lo que tenía.

Pero también era una mujer cansada, quizá resignada, quizá atrapada en sus propias necesidades. Cuando su novio venía de visita, todos en el pueblo veíamos pasar al hombre con su sombrero ladeado, y atrás de él siempre a su amigo, más callado, más oscuro, como si siempre buscara las sombras. Entraban a la casa como quien entra a un pacto que nadie dice en voz alta.

Lo que más recuerdo ahora es la forma en que la familia convivía con una naturalidad extraña. El novio entraba, saludaba, y la mamá de Laurita se apresuraba a acomodar las cosas, a preparar comida, a sonreír más de lo normal.

Y cuando llegaba la hora de dormir y el novio “amenazaba” con irse se repetía lo mismo: “Quédate y tu amigo se puede acomodarse ahí en el mismo catre de la chamaca” Decía la madre casi con prisa, casi con naturalidad y confianza ciega de que esta obrando y quedando bien con el visitante.

Nadie en la casa imaginó —o no quiso imaginar— el peligro que eso significaba.

Nadie preguntaba más. Nadie decía nada. Nadie miraba a Laurita a los ojos. Y ella… ella aprendió a guardar silencio antes de tiempo.

Caminaba por la casa suavecito, como para no despertar a nadie, como si la culpa fuera suya por ocupar espacio.

Era un silencio espeso, de esos que se sienten en los huesos, como si el aire mismo supiera y callara.

En el pueblo, los vecinos veían entrar y salir al novio y al amigo, pero se quedaban callados también. Tal vez por no meterse en problemas, tal vez por costumbre, tal vez por miedo a las habladurías. Y así, entre puertas cerradas, visitas nocturnas y miradas que se desviaban, se fue tejiendo una complicidad que nunca se dijo en palabras, pero que todos, de alguna manera, permitieron.

Y la Laurita, tan niña todavía, se quedó atrapada en ese silencio que no tuvo nombre hasta mucho después.

Cuando años más tarde la vi con su hijo de la mano, ese silencio regresó a mí con toda su fuerza.

Fue entonces cuando entendí que su cansancio de niña, sus ojeras, sus ausencias y su tristeza no habían sido un misterio, sino un secreto guardado entre demasiados adultos que eligieron no ver.

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