martes, noviembre 25, 2025

Copechis y estrellas / Rosario Segura

Fecha:

Machincuepas

Rosario Segura

Martes 25 de noviembre de 2025

Copechis y estrellas

Las noches con el cielo limpio y estrellado siempre fueron mis favoritas, especialmente aquellas de mi infancia, cuando —como ya les he contado— no me gustaba dormir o, mejor dicho, no sabía cómo entregarme al sueño sin pelearlo primero.

En el pueblo donde nací, la luz eléctrica llegó cinco años después que yo. Antes de eso, nuestras únicas lámparas, las de petróleo que desde arriba del trastero o colgadas de la pared nos dibujaban las sombras, y la verdadera lámpara. El cielo: un manto negro y profundo, cuajado de estrellas titilantes que parecían respirar.

Algunas brillaban como las copechis que se escondían aquí y allá entre las ramas de los árboles, esperando la hora de salir para hacernos correr como apaches, queriendo atraparlas en frascos para tener nuestra propia luz. Pero eran tan vivas, tan escurridizas, que más parecía que jugaban a no dejarse alcanzar.

Las vecinas se quedaban un rato platicando, mientras nosotros agotábamos las últimas energías persiguiendo cocuyos o jugando a las escondidas. Cuando se acercaba la hora de dormir, las madres gritaban por las calles llamando a sus chamacos, y nosotros, llenos de tierra y sudor, ayudábamos a meter las sillas que habían sacado a la banqueta.

Luego, ya dentro de la casa, comenzaba mi suplicio: los catres alineados en medio del patio, esperando nuestros cuerpos cansados, y yo, terca, iniciando mi ritual de preguntas.

— Amá… ¿cuántas estrellas hay en el cielo?

Mi madre, rendida después de un día largo, murmuraba desde su somnolencia:

—Ya duérmete.

Pero yo insistía, como quien no conoce otra manera de conseguir respuestas:

—Nomás dime cuántas, ándale.

—Cincuenta —decía ella, vencida por el sueño.

Yo ya sabía contar, y cincuenta me parecían poquísimas para un cielo tan lleno, tan rebosado de luces que una que otra se descolgaba y cruzaba la noche.

—No son tan poquitas —refunfuñaba.

Entonces mi madre soltaba la frase que marcaría mi infancia:

—Son sin cuenta… porque no tienen cuenta.

Y allí me quedaba yo, con la cabeza llena de curiosidad.

Algunas noches ella me contaba nombres de estrellas y constelaciones: el caminito de Santiago, la osa mayor, la menor, los ojitos de Santa Lucía, el carro grande. Vaya usted a saber quién se los dijo; tal vez mi nana allá en el rancho, porque leer no sabía. Pero en su voz todo sonaba verdadero.

Dormirme, claro, era otra historia.

Yo me dormía viajando.

Cerraba los ojos apenas tantito, dejando que la luz del cielo se filtrara por mis pestañas, y entonces empezaba a subir una escalera invisible hecha de lucecitas. A media subida aún escuchaba los murmullos del pueblo: La Fanny ladrando inquieta, una puerta que se cerraba, una risa tardía. Pero al llegar a lo alto, todo quedaba lejos, como si el silencio me abrazara.

Escogía una estrella distinta cada noche.

Me recostaba en ella como si fuera un algodoncito tibio, como en esa foto que adornaba el abanico de cartón que una vez me regalaron en la botica.

Desde arriba veía el patio, el catre donde mi cuerpo dormido me esperaba, la figura de mi madre hecha un ovillo. A veces saltaba de estrella en estrella, deslizándome por colas de luz o buscando las traviesas que se escondían detrás de la luna. Nunca supe cuándo me vencía el sueño real. Sólo sé que cada amanecer despertaba sintiendo que había regresado de un viaje muy largo.

Esa era mi vida nocturna… hasta que llegó la luz.

El día que encendieron el primer foco del pueblo, aquello fue casi un acontecimiento religioso. Medio mundo se reunió alrededor del poste nuevo, viéndolo como si fuera la vara de Moisés. Mi madre me apretaba la mano con esa mezcla de nervios y emoción que sólo ella sabía tener.

Cuando el trabajador movió la palanca, el pueblo contuvo el aliento.

Y de pronto, una claridad amarillita, casi tibia, media pipisqui, salió de la bombilla. La gente gritó, aplaudió, algunos se persignaron; La Lolita la primera voz en el coro de la iglesia, hasta juró haber visto la figura de la Virgen reflejada en el vidrio, aunque yo nomás vi una telaraña.

Esa primera noche alumbrada fue rara.

Las sombras ya no ocultaban nada: las grietas de las paredes, el polvo acumulado, los trates sin lavar… todo quedó expuesto bajo el foco. Las vecinas se acostaron más tarde que nunca, animadas por la novedad; los hombres se quedaron un rato mirando el foco como si fuera un animal exótico; y yo me sentí un poco desubicada. La luz eléctrica sacaba a la vida del escondite y a las copechis las escondía más pero también me arrebataba un poquito de mi cielo.

Y para rematar, días después vino el primer apagón.

Los focos comenzaron a parpadear, luego se apagó de golpe, y el pueblo entero soltó un grito que mezclaba susto y risa. Los niños corrimos felices, las señoras se santiguaron, los hombres maldijeron la modernidad eléctrica. Mi madre, resignada, dijo:

—Ya sabía yo que lo bonito no dura mucho.

Pero el apagón duró muy poco. Pronto la luz volvió, como una visita que se fue sin avisar y regresó sin tocar la puerta.

Mi madre también tenía una relación muy suya con la noche.

Para ella era un descanso, un silencio sagrado. En el día era puro movimiento; en la noche, pura contemplación.

Nunca le pesó quedarse conmigo hasta que el sueño me alcanzara, aunque muchas veces se dormía primero. Decía que el sueño era “el único lujo gratis”, que no debía desperdiciarse.

Yo crecí entre esas dos luces: la eléctrica, nueva, moderna, que nos cambió el ritmo de vida; y la otra, la del cielo, que no conoce apagones.

Ahora que miro hacia atrás, entiendo que una me enseñó a ver hacia afuera y la otra hacia adentro.

La luz eléctrica nos abrió los ojos al mundo moderno, pero las estrellas me abrieron el alma.

Una iluminó las paredes de la casa; la otra, mis noches más largas.

Y aunque la modernidad llegó con postes y cables, las estrellas siguen ahí, tercas y fieles, recordándome lo que mi madre decía cada noche:

Que hay cosas que son sin cuenta… porque no tienen cuenta.

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