miércoles, diciembre 31, 2025

La tarde en la que ardió la esperanza / Rosario Segura

Fecha:

Machincuepas

Rosario Segura

Lunes 10 de noviembre de 2025

La tarde en la que ardió la esperanza

El uno de noviembre, mientras las calles se llenaban de flores, velas y recuerdos para los muertos, una explosión convirtió la serenidad de la tarde en tragedia.

Veinticuatro personas murieron entre el fuego y el desconcierto. Detrás de cada nombre, una historia de amor, de espera o de silencio.

Con mucho respeto en un humilde homenaje a las víctimas y sus familias rehago algunos hechos, los nombres y las historias parten de la suposición literaria. Esperando que este tipo de accidentes no se repitan y las causas sean aclaradas.

La promesa de un día tranquilo

El sábado amaneció tibio. No hacía calor, pero tampoco fresco; un clima de equilibrio que parecía augurar calma.

El cielo, despejado, prometía un día sin sobresaltos. En las calles, el aroma de cempasúchil y de cera encendida anunciaba la llegada de los muertos. Era el Día de los angelitos, víspera del Día de los Fieles Difuntos.

La ciudad se movía entre la nostalgia y la rutina, entre la memoria y el presente.

A las tres con seis minutos de la tarde, el aire cambió.

Primero, un parpadeo de luz. Luego otro. Después, una claridad tan intensa que pareció desprenderse el sol del cielo. Y enseguida, la explosión.

Una llamarada gigantesca devoró la tienda de artículos variados donde decenas de personas compraban adornos, velas, cintas y figuras para sus altares. El fuego rugió con una furia antigua, y en segundos, todo se convirtió en humo y confusión.

Veintitrés y un nonato que también ya cuenta como víctima, murieron ese día. Nadie alcanzó a entender qué ocurrió. Solo el fuego lo supo, y el fuego no habla. Pero los testigos sí. Y los familiares de las víctimas, como todos, exigen respuestas y justicia para los inocentes.

María Fernanda: la vida que no alcanzó a nacer

Tenía veintiséis años y un vientre que latía con ocho meses de esperanza. Aquella tarde salió con su madre y su hermana menor a comprar algunos objetos para el altar familiar. Su esposo trabajaba en otra ciudad y le había prometido regresar antes del parto.

—Compra algo bonito para cuando vuelva — posiblemente le dijo por teléfono.

—Eso estoy haciendo —respondió ella, riendo.

En su bolso llevaba una libreta con nombres posibles para su hija: los de las abuelas, el suyo, o quizá uno nuevo. En la tienda, alcanzó a tomar entre sus manos una estrella de madera. Nadie supo si la miró una última vez antes de que la explosión lo apagara todo.

Fue su esposo quien la reconoció entre los cuerpos. En un solo instante perdió a su esposa, a su hija por nacer, a su suegra y a su cuñada.

La vida que esperaba no alcanzó siquiera a respirar.

Daniel y Sofía: amor en cenizas

También estaban allí Daniel y Sofía.

Él estudiaba ingeniería; ella, literatura. Se conocieron en la universidad, en un café donde el aire olía a tinta y a libros. Desde entonces vivían entre risas, lecturas y proyectos que imaginaban eternos.

Aquella tarde fueron a la tienda en busca de “chacharitas” para su pequeño departamento: un marco, unas luces, algo que hiciera más cálido el rincón donde soñaban compartir las lluvias y los días.

Nadie los vio salir.

Cuando los encontraron, estaban abrazados. Sofía reposaba la cabeza sobre el hombro de Daniel, como si el fuego los hubiera sorprendido en medio de un sueño.

En la universidad, sus compañeros dejaron flores sobre los pupitres vacíos. Una maestra encendió una vela que nadie se atrevió a apagar. A veces, en los pasillos, todavía se habla de ellos, como si su risa siguiera suspendida en el aire.

Eulogio: el hombre que volvió al olvido

Entre ellos estaba también Eulogio Ramírez, el hombre de Jalisco.

Tenía cuarenta y dos años y trabajaba en la tienda desde hacía poco más de un año. Vivía solo en un cuarto alquilado detrás del mercado, donde los amaneceres olían a pan caliente y radio viejo.

Había llegado buscando suerte. Los domingos tocaba la guitarra, sentado en la banqueta. Decía que lo acompañaban los recuerdos.

Cuando la explosión lo sorprendió, descargaba cajas en la bodega. En la morgue, nadie lo reclamó. Solo una etiqueta con su nombre, escrita a mano, lo separaba del olvido.

Días después, una llamada desde un pueblo lejano confirmó quién era. Su cuerpo fue llevado de regreso a su tierra, a los suyos, a quienes quizá no veía desde hacía años.

El eco del fuego

La noticia corrió como pólvora. Las sirenas, los gritos, el humo suspendido en la tarde: todo se volvió un solo dolor.

La ciudad recordó, con un estremecimiento, aquel otro incendio de dieciséis años atrás, cuando una guardería ardió y se llevó tantas vidas pequeñas.

El mismo miedo, la misma impotencia. El mismo cielo, sin respuestas.

Esa noche, la gente encendió velas frente a las ruinas. Algunos rezaban; otros solo guardaban silencio. Otros preguntaban en los hospitales por el pariente que aún no regresaba a casa y había salido temprano para ir al centro. Nadie sabía qué decir ante una pérdida tan grande, tan absurda.

El humo se disipó, pero el silencio quedó.

María Fernanda y su bebé que nunca respiró.

Daniel y Sofía, que se amaron hasta el final.

Eulogio, el hombre de Jalisco, que murió sin que nadie pronunciara su nombre.

Y así, entre flores marchitas y velas que se resistían a apagarse, la ciudad comprendió que el fuego no solo quema: también deja un eco que no se extingue, un vacío que respira entre nosotros, recordándonos que la vida —tan frágil, tan breve— puede desaparecer en un instante, mientras el reloj marca, indiferente, la hora más tranquila de la tarde.

El informe oficial sigue sin esclarecer las causas.

Los familiares, con el corazón encendido por la ausencia, esperan respuestas.

Mientras tanto, cada dos de noviembre, frete al lote vacío donde antes estuvo la tienda, alguien dejará una vela encendida. No por el fuego, sino por la memoria.

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