Machincuepas
Rosario Segura
Martes 4 de noviembre de 2025
El sobre natural hora de la siesta
Desde siempre no me ha gustado dormir durante el día y eso que la siesta en mi pueblo era algo así como el llamado a misa, todos debían obedecer la hora, y en cuanto daban las doce medio, día el plato de sopa caliente debía estar sobre la mesa, al terminar de comer era menester “reposar” la comida durmiendo siesta, la limpieza de la cocina se hacía a medias pues se limpiaba la mesa, los platos se ponían en la tina dónde después del descanso sagrado serían lavados al igual que la limpieza del piso y la estufa.
Para todo había tiempo sin robarle horas al sueño pues mi nana decía que para que se diera una buena digestión se debía tener un buen descanso, de ahí que la siesta era procurada y el sacrosanto momento de reparar fuerzas para seguir con la faena lo que restaba del día.
Creo que todos en el pueblo pensaban lo mismo pues a partir de la una de la tarde y hasta las cuatro no había alma despierta, los perros acomodados bajo la sombra de los árboles frutales en lo fresco de la tierra mojada o bajo la rala sombra del mezquitón, soñaban tranquilamente y los gatos echados en los lugares más extraños hacían lo propio, aunque en el caso de los gatos ese era su estado natural pues cuando no dormían se les podía encontrar en el plato de la comida, hasta las gallinas de pie pero con los ojos cerrados dormitaban sin hacer ruido.
Al parecer a la única que no le gustaba dormir siesta era a mí, aunque acostada al lado de mi madre me ponía a inventar historias con las figuras que me parecía descubrir en las vigas del techo, ahí descubrí a la araña que le gustaban tanto las moscas que las acumulaba en su telaraña. Pero donde encontraba más tela dónde cortar era en la humedad de las paredes, las figuras ahí representadas fueron aquellas tardes de aburrimiento un remanso de mundo desconocido por el cual navegaba sin tiempo ni horario, bien veía un perro, bien una vaca o un ser salido del mero averno.
Podía pasar horas mirando esas manchas. Algunas veces parecían moverse, como si respiraran con el calor del mediodía. Había una que tenía forma de mujer encorvada, con los brazos largos y flacos como los de la Luisa, la china esposa del Rogelio Cinco; otra parecía un perro sin cabeza, y más de una vez juré ver un ojo que se abría y se cerraba lentamente, como si me observara desde adentro de la pared.
No me daba miedo al principio. Era como tener un secreto que nadie más veía. Pero una tarde, cuando el canto de las chicharras parecía más alto que de costumbre y el aire pesaba como si estuviera hecho de plomo caliente, escuché algo. Un goteo, leve, justo detrás de la pared. Me incorporé y acerqué el oído: ploc… ploc… ploc.
Pensé que quizá la lluvia después de varios meses de ausencia había decidido visitarnos, pero afuera el cielo estaba despejado, blanco y amarillo de sol como huevo estrellado. Entonces la mancha, aquella que parecía una mujer, empezó a oscurecerse, y del borde más oscuro cayó una gota espesa, negra. Luego otra. Hasta que el suelo, bajo la cama, empezó a mancharse.
Intenté despertar a mi madre, pero la voz se me atoró en la garganta. La figura se estiró, y su brazo de sombra tocó el suelo. Vi cómo se arrastraba, lenta, hasta la cama. El olor a humedad se volvió insoportable, como a tierra podrida. Cerré los ojos con fuerza y recé, mascullé un “padre nuestro” o eso creí hacer.
Cuando los abrí, todo estaba en silencio. El cuarto limpio, el suelo seco, la pared blanca cal. Mi madre dormía tranquila a mi lado, respirando suave.
La Fanny dormía con el gato negro sobre su pecho, sin parecer molestarle, era la única perra que toleraba al gato sobre su regazo. Y es que ambos llegaron a la casa al mismo tiempo, pequeños legañosos, galgos y desvalidos, con mucho amor de todos y muchas sobras de comida fueron agarrando fuerza confianza y cariño del uno por el otro, aunque no venían del mismo destino.
Pensé en despertarlos para que con su ladrido levantara a todos, pero los vi tan tranquilos y además no tuve fuerzas. Volví a cerrar los ojos apretándolos muy fuerte sin miedo, pero tampoco sin ganas de seguir viendo tal aparición, ya no era divertido, ya la historia que de esa visión resultaba no me estaba gustando, así con los ojos apretados hasta las lágrimas, creo que me quedé dormida, pero antes de eso escuché de nuevo el ploc… ploc… ploc detrás de la pared.
El sonido resultaba hipnotizante al escucharlo obligaba a voltear y buscar su origen, era una sensación algo así como pecaminosa, no quería, pero tampoco podía ignorarla.
Por esa razón busqué el origen del sonido, me pare sin hacer ruido pegue mi oreja a la pared para escuchar mejor y me pareció que allá en el fondo de los ladrillos algo se movía juro que sentí el movimiento en mi oído, luego en todo el cuerpo, algo había entrado y estaba en el estómago, me retiré rápidamente pero ya era tarde, el sonido de la mancha gritaba, ya no sonaba, dentro de mí, tan asustada como desesperada volví al lado de mi madre, ella en el duermevela extendió un brazo y me cobijó bajo su costado, pero el sonido salía como débil silbido por mi ombligo, nadie parecía escucharlo solo yo.
Tal vez la negra si lo oía porque movía la cola como látigo de un lado a otro y es que dicen que los gatos perciben cosas sobre naturales, o simplemente lo hacía porque al volver a la cama junto a mi amá perturbe su sueño y mover la cola era la forma de manifestar su molestia.
Al día siguiente, cuando todos se sentaron a comer, miré la pared del comedor: una nueva mancha había aparecido, justo sobre mi silla. Tenía la forma de una niña acostada.
No dije nada. Nadie lo hizo.
Desde entonces el silencio a lo hora de la siesta tiene otro espesor.
A veces creo que sigo dormida o que la siesta nunca terminó
