miércoles, octubre 29, 2025

Los buenos / Rosario Segura

Fecha:

Machincuepas

Rosario Segura

Miércoles 29 de octubre de 2025

Los buenos

A ella siempre le habían dicho que los hombres son malos, pero no todos. Los papás, hermanos, tíos, primos y amigos de la familia, junto con el padrecito de la iglesia, entraban en el grupo de los buenos. Los otros, los desconocidos, los que luego de ser grandes quieren ser novios, esos sí eran de cuidado. En su casa no se hablaba de hombres que no fueran de la familia, y como era una familia de mujeres, pues se hablaba poco de hombres. Ella, la más chica de las hermanas, tenía puras amiguitas. A los niños de la escuela les sacaba la vuelta; eran conocidos, pero no tanto como para pasarlos a la lista de los buenos.

Ella creía a pie puntillas lo que decían las madres, o al menos la suya, y si decía que no había que confiarse, pues no se hacía y ya. Es más, nunca decía nada, ni los mencionaba.

Aprendía a leer el silencio de las mujeres de su casa como si fueran otra forma de lenguaje, uno que no necesitaba palabras para decir que ciertas cosas no se decían.

A ella no le gustaba ir a la doctrina, pero para ser buena y hacer la primera comunión —y no solo eso, porque además para poder entrar al reino de los cielos cuando Dios hiciera el llamado— había que ir.

Ahí se aprendía todo lo necesario para ser una buena hija, creyente y temerosa del castigo divino, mismo que, según decían las abuelas, la mayoría de las veces vestía pantalones. De ahí que, yendo a la doctrina, se conseguía una especie de salvoconducto al cielo.

La señorita Dorita, la catequista, para atraer a los niños a las clases doctrinales de los sábados, entregaba boletitos que en Navidad eran cambiados por regalos.

Eso, desde luego, sonaba atractivo para ella, pero no lo suficiente para motivarla de verdad. No muy de buena gana iba, sí, pero a medias. Mientras la señorita Dorita hablaba del mandamiento de ir a misa todos los domingos, la niña pensaba que ya lo estaba incumpliendo, porque no era cosa muy arraigada en su familia eso de ir a misa, mucho menos confesar los pecados.

Y lo del cuarto mandamiento de la Iglesia, ese de no comer carne los viernes y mucho menos en viernes de Cuaresma, ella lo entendía a su manera. Creía que tirarla, cuando había, era más pecado que comérsela.

Nunca la señorita Dorita explicó qué tipo de carne estaba prohibida. Así que los pollos, los conejos, las tortugas, las vacas de don Manuel y hasta las codornices llegaban a la estufa cuando se presentaba la oportunidad. ¿Y qué se iba a pensar? ¿Que tirarlas era mejor que consumirlas? Si lo importante era no desperdiciar.

El único mandamiento que en su casa —y en todo el pueblo— se cumplía al pie de la letra era el de ayudar a la Iglesia en sus necesidades. Desde las doñas de la vela perpetua hasta los niños de la doctrina, todos ayudaban en la kermés anual y en la limpieza diaria de la iglesia y la casa cural. Mientras la señorita Dorita supervisaba las necesidades del padre, todo el pueblo las resolvía. De ahí que decían cosas de esa mujer cincuentona a quien nunca se le conoció pareja. Que había dedicado su vida entera al santo padrecito, decían.

Un hombre del cual no se le podía echar edad, pues hacía años que había llegado al pueblo ya madurito y seguía igual. Tal vez por la sotana, tal vez por la conexión directa con el cielo. Las mujeres más viejas decían que no envejecía porque no se le podía medir el paso del tiempo si siempre vestía de negro. Nunca se le veía correr, ni sudar, ni apurarse. Iba flotando. Como hombre celestial que era y en ese momento soltaban una risilla, que la niña nunca entendió pues tampoco era gracioso.

Muchas veces las escuchó decir en voz baja, como si fuera pecado, que la señorita Dorita estaba enamorada del padre, pero como el padre no podía casarse, pues ella lo ayudaba en todo, como si fuera su esposa sin papeles ni bendición. Algunas decían que vivía más en la casa cural que en la suya, y que hasta le cocinaba. Otras más atrevidas afirmaban que por andar metida con un hombre de sotana, nunca se había casado. Nadie se atrevía a decirlo fuerte. Nadie quería que Dios escuchara.

La niña no entendía bien qué significaba todo eso. Si Dorita ayudaba tanto en la iglesia, eso debía ser bueno, ¿no? Pero cuando las señoras hablaban del asunto en la tienda de la Fátima, el lugar de reunión diario, se reían sin reírse, y luego se callaban si Dorita pasaba cerca o llegaba por mandado. Ella se quedaba con las palabras a medias colgando en los oídos, como cuando uno escucha la canción, pero no entiende la letra.

Un sábado, antes de iniciar la clase de doctrina, el padrecito entró a la capilla y como era costumbre a veces se sentaba en un acojinado sillón virreinal y los niños hacían fila para saludarlo, aunque no todos he de decir, únicamente los más sociables, los otros entraban al salón, el cual quedaba al lado del área de descanso del padre. Cuando unos hicieron fila para el beso al padre y sentirse bendecidos y los otros ocuparon su asiento en el salón, la señorita Dorita al ver el lugar medio lleno y mientras esperaba a que entraran los saludadores cerró la puerta.

El padre sentado cómodamente con las piernas ligeramente separadas a lo ancho de sus caderas, descansando en su gran sillón monárquico del siglo anterior, esperaba uno a uno el beso de los niños quienes para alcanzar su mejilla se acomodaban entre las piernas del Santo Padre mientras él con voz suave, como en misa decía a los niños que Dios los amaba mucho, y que los niños buenas iban al cielo, y que parte de ser bueno, pero era también guardar secretos que Dios confiaba a través de sus siervos. Palabra que a ella le sonaba desconocida, quien era un siervo, se preguntaba, pero si el padre lo decía debía también ser alguien bueno. 

Luego les daba la bendición. Pero no era como en misa. Aquí mientras hablaba de Dios, de los siervos y daba la bendición su santa mano recorría la espalda de algunos niños mientras los otros parados en la fila esperaban el turno.

A veces la mano se deslizaba debajo del vestidito de las niñas, mientras sonreía y les acariciaba el cabello, ella lo había sentido algunas veces y visto otras a quienes estaban antes en la fila.

Ella creía que aquello no estaba bien y muchas veces se quedó quieta. No supo qué hacer. En su casa le habían dicho que a los mayores se les obedecía, sobre todo si eran buenos, y el padre era uno de los buenos. De los que no se cuestionan.

Pero la sensación de algo que no sabía explicar no se quitaba de su cabeza, algo así como aquella vez que con la feria del mandado había comprado dulces ricos besos y después para justificar la falta de las monedas dijo que se le cayeron y en la tierra no los encontró.

Pasaron los días, las semanas. Y una noche, mientras su mamá la peinaba para dormir, se animó a contarle lo que el padre hacia cuando lo saludaban los sábados de doctrina.

No alcanzó a decir mucho. Su madre le soltó un manazo y le gritó que cómo se atrevía a decir semejante mentira. Que eso era pecado. Que no debería inventar tales mentiras. Que se la llevaría el diablo si lo andaba repitiendo.

Fue tanto y tan grande el susto a que se le apareciera el diablo que nunca volvió a hablar del tema.

Con los años, cuando recordaba aquel momento, le entra la duda si en verdad eso pasó o si lo había soñado. Porque su madre estaba tan segura de que era mentira, que hasta ella terminó dudando.

Tal vez lo inventó. Tal vez no.

A veces lo recordaba clarito; otras veces, no tanto. Como cuando uno cree que se acuerda de un sueño, pero no está seguro si fue suyo o si se lo contaron. Y cuando alguien decía “el padre”, ella sentía algo feo hacia él.

Pero sin razón. Porque el padre, como decían todos, ¡era uno de los buenos!

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