miércoles, octubre 15, 2025

Una Función para no Olvidar / Rosario Segura

Fecha:

Machincuepas

Rosario Segura

Martes 14 de octubre de 2025

Una Función para no Olvidar

Una de esas tardes en que la modorra que producía el calor y el cielo anunciaba lluvias, de pronto la algarabía despertó al pueblo, hizo que todos se asomaran a la calle para saber de dónde venía la música que de a poco llenaba los oídos y el aire caliente de agosto traía como brisa refrescante, augurando que algo bueno se acercaba por la carretera de la entrada hacia el corazón del pueblo. La plaza.

Mi madre echó al comal, de manera apresurada, la tortilla que estiraba entre su brazo; mi tía Licha, vecina de la casa de enfrente, dejó en el lavadero de piedra el pantalón que con fuerza restregaba, tratando de quitarle la mugre pegada en las horas de trabajo, allá en la milpa.

La Guillermina, mamá de mi amiga la Toñita, un poco más discreta, solo se asomó por la ventana tras la cortina, mientras que la Chelo, a quien no se le había visto desde que a su marido se lo llevó la aparecida del árbol, salió hasta media calle, tal vez con la esperanza de que esa música fuera preludio del regreso del Pelón, su esposo “levantado” noches antes desde su mismísima casa.

Las Marillita Canaria y la Amparano se hermanaron en la duda de qué sería ese ruido que poco a poco se hacía visible.

Para ese momento ya todas las mujeres, acompañadas de sus vástagos, nos encontrábamos en la calle, mirándonos inquietas con la duda de qué sería o a qué se debía tal estruendo fiestero.

Los chamacos desesperados corríamos a la bocacalle para ser los primeros en descubrir el dilema, y no tardamos mucho en darnos cuenta de que el circo hacía su entrada triunfal desfilando por las principales calles, anunciando su espectáculo formado por descomunales elefantes, raquíticos leones que más bien parecían perros grandes pero más apestosos, simpáticos payasos, y por supuesto, un mago que, mientras caminaba airoso, aparecía y desaparecía palomas.

Una mujer vestida con estrafalaria falda colorida, anillos en cada dedo de las manos y cantidad de pulseras que tintineaban mientras movía el brazo, saludaba e invitaba a la concurrencia —quienes mirábamos con los ojos desorbitados aquel desfile de color— a visitar su carpa para conocer, mediante las cartas o la líneas de las manos lo que el destino deparaba.

Para ese momento hasta los maridos habían dejado sus ocupaciones para salir a ser testigos del regreso del circo y buscar con su mirada, de manera discreta, a las trapecistas, quienes con sus diminutas vestimentas mostraban más de lo que las chicas de la cantina del Jito, solían mostrar sin pago previo. No tardaron mucho en descubrirlas: las jóvenes ataviadas con calzones perlados de colores fluorescentes aparecieron como divinidades encaramadas en una batanga poco menos adornada que ellas.

Luego se supo que esa misma noche, ya con la luna alumbrando las oscuras calles, la Chelo se animó. Se quitó el luto, se puso su mejor falda, se arregló el cabello con los “baby pins” que tanto presumía la Julieta su hermana, la mojada que trabajaba de nany al otro lado, y cada que venía les traía fayuca, la cual las Andrade presumían con una jerga más parecida al mal español que al inglés; así que esa noche la Chelo, para estár más arreglada se puso esos brochos gringos y se fue derechito a la carpa de la adivina, que no era otra que la señora esa de ojos bien pintados y voz dulzona que prometía ver el destino en una mano abierta. La Chelo entró nerviosa, pero con firmeza, como quien lleva años masticando la duda.

A boca de jarro le soltó la duda que le mordía las entrañas.

—¿Dónde está mi marido? —le preguntó sin titubeos—. El Pelón… se lo llevó la mujer del árbol, pero yo sé que no fue cosa natural.

Una vez que la clienta soltó los pesos la adivina le tomó la mano, la miró con ojos entrecerrados y dijo palabras que parecían sacadas de un libro viejo, o de una novela mal contada:

—Él está lejos… lo tienen atrapado entre la selva y el recuerdo… pero volverá… cuando el sol se esconda tres veces en el mismo día.

La Chelo salió más confundida que como entró, pero con una chispa de esperanza. Desde entonces se le veía por las tardes viendo al cielo, contando atardeceres.

Y si la llegada del circo fue un revuelo, la primera función fue una revolución. La carpa se llenó a reventar. No cabía ni un alma más. Vinieron hasta de pueblos vecinos. Las señoras con sus mejores vestidos de flores, los señores perfumados con loción de botella escondida, y los niños con los ojos pelones de pura emoción, ocupábamos los astillosos tablones de la galería improvisada dentro de la carpa vieja.

Los payasos fueron los primeros: uno con sombrero grande que se le caía a cada rato, el otro con una bocina que hacía ruidos chistosos cada vez que se golpeaba.

Después el mago, que sacó una víbora prieta de un sombrero y convirtió un trapo rojo en humo dorado. Pero lo que hizo que todos contuvieran el aliento fue la trapecista. Con sus desnudos muslos apenas cubiertos por unas medias calladas de raya atrás, subió tan alto que parecía tocaba el techo de la carpa, y desde allá se lanzó dando vueltas como si volara. Los hombres babeaban, las mujeres fingían no mirar, pero nadie podía dejar de verla.

Y cuando creíamos que el espectáculo era todo lo que traían, vino el chisme.

La Amalia Elizondo, la dueña del changarro fue la primera en notarlo. Dijo que una de esas adivinas, la misma que le dijo a la Chelo que su marido estaba “en el recuerdo”, le robó dulces de la tienda. Que mientras ella sacaba cambio, la otra —la del moño rojo— le metió mano a la caja de los mazapanes. Cuando hizo cuentas al final del día, le faltaban chicles, cigarros y hasta unas veladoras de esas las más vendidas la de San Juditas en el papel que la cubre.

—¡Las húngaras esas me robaron! —gritaba, enfurecida, mientras mostraba los estantes vacíos.

El chisme corrió como lumbre. Y como si eso no fuera suficiente, alguien dijo que esos mismos del circo, además de adivinos ladrones, robaban niños.

—Que pa’ venderlos, o pa’ darles de comer a los leones —dijeron unos.

—Que los entrenaban pa’ que fueran payasos toda la vida —dijeron otros.

El miedo se regó. Las casas amanecieron con puertas atrancadas, los patios vacíos, y los niños permanecimos bien guardados bajo las cobijas. Ya nadie nos dejaba salir ni a comprar pan. El pueblo quedó en silencio.

Hasta los del circo se asustaron, pues sin niños no había clientela, y sin clientes no había función que aguantara.

Pero como nada malo pasó, y el circo parecía más pintoresco que peligroso, poco a poco la gente volvió a confiar. Al menos lo suficiente para volver a llenar la carpa una vez más por varios días.

Y entonces llegó la última noche.

Fue la más triste. La carpa se llenó otra vez, pero con un aire como de despedida. El mago lanzó confetis al aire, los payasos se abrazaron fingiendo llorar, y hasta los leones rugieron más bajito. La trapecista, en vez de volar, se quedó sentada, mirando al público, como si quisiera memorizar cada cara.

Y al amanecer, cuando salimos a ver si todavía estaban… ya no había nada.

Ni carpa, ni elefantes, ni rastro de los payasos. Solo quedaban unas cuantas huellas en la tierra, y pedacitos de papel dorado flotando entre el polvo.

Desde entonces, cada que el cielo se pone raro en agosto, y el calor aprieta como ese día, alguien en la plaza recuerda esa tarde de fiesta… y todos, sin decirlo, se asoman, por si acaso.

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