domingo, octubre 26, 2025

Por Siempre Pancha / Rosario Segura

Fecha:

Machincuepas

Rosario Segura

Lunes 8 de septiembre de 2025

Por Siempre Pancha

Aunque al bautizarla le pusieron Francisca Elena, el primer nombre por el santo de Asís y lo de Elena vaya a saber usted por quién, para el pueblo entero fue siempre la Pancha. Ni Francisca, ni Paquita, ni “Fran” como se acostumbra ahora. Pancha. Así, con todas sus letras, como se dice lo inevitable. Y ella lo asumió con orgullo casi insolente, tanto que cuando alguien preguntaba su nombre lo decía en voz alta, como si se tratara de un título nobiliario:

—Pancha, me llamo Pancha.

Hermana de mi madre, apenas un año mayor, la Pancha fue de esas mujeres que parecen nacidas para llevar el mundo en los hombros y hacerlo sin aspavientos. Desde chamaca se le desarrolló el gusto por los cigarros Delicados, que fumaba como si fueran parte de su aliento, y por la medicina rural, que ella llamaba con pompa “la ciencia de la naturaleza”. Era un repertorio que incluía brebajes con hierbas, infusiones de ramas, limpias con huevo fresco de gallina avada y sahumerios con varas de sangrengado, cuando no con pechita.

Vestía siempre con falda ampona larga hasta los tobillos, la cabellera rebelde cubierta con un pañuelo que lo mismo servía para protegerla del sol que para hacerla pasar por profeta. Nunca se le vio sin su cigarro tableado, colgando de los labios como un pendiente.

Varias veces el humo le ganó la batalla y le dejó marcas de quemadura en la boca, que ella se untaba con manteca de puerco, “para que sane y de paso para que no se me resequen los labios”, decía con ironía.

La vida la hizo dos veces viuda y varias veces madre con hijos que sacar adelante. Durante un tiempo trabajó como empleada doméstica; sus patronas la valoraban tanto que le ofrecieron el doble del sueldo para que no se fuera, pero la Pancha ya había decidido: lo suyo no eran los trapos ajenos, sino las almas necesitadas. Y así, obedeciendo la voz de sus cigarros y de las hierbas, abrió su propio consultorio en la sala de su casa.

Corrió el sillón hacia la pared, improvisó un altar con santos poco conocidos, encendió veladoras de todos colores y puso en medio una piedra que cualquiera juraría era simple cascajo. Pero ella sostenía, con aire solemne, que era “ente sagrado del rey Salomón”, herencia de don Guillermo, un curandero trashumante que de pueblo en pueblo dejaba tullidos caminando y brujerías desatadas. De él había aprendido lo suficiente para proclamarse discípula: leer cartas, preparar pócimas, inventar destinos al vuelo y, sobre todo, inspirar fe.

El consultorio de la Pancha pronto se volvió romería. Llegaban a cualquier hora del día o de la noche, convencidos de que allí, entre el humo del tabaco y las hierbas secándose en la pared, encontrarían alivio. Y como buena comerciante, ella convirtió el oficio en emporio. Vendía huevos frescos de sus gallinas para las limpias, cigarros para que los clientes mataran el tiempo, veladoras y botellitas de agua bendita. Y por si acaso alguien llegaba con hambre o tristeza en el estómago, ofrecía pan con café de olla y dulces de melcocha, mezcal y aguardiente para la tranquilidad del alma y los temblores de la incertidumbre.

La Pancha no solo curaba cuerpos, también reparaba esperanzas. Mujeres estériles juraban haber concebido después de su visita. Los y las Cornudas encontraban consuelo en sus palabras. Los Desahuciados regresaban convencidos de que la vida les había dado otra prórroga. Hombres impotentes, solteronas resignadas, viudas amargadas, chamacos flojos… a todos les tenía una receta, una limpia o, al menos, una buena carcajada que los hacía salir más livianos que como habían llegado.

Cierta vez llegó a su casa doña María Canaria, una vecina, venida de otras tierras que arrastraba fama de que alguien le había hecho mal de ojo, porque ni las gallinas le empollaban, la comida se le quemaba y sus nietos no dejaban de enfermarse.

Entró sofocada, persignándose y diciendo que una mujer mala la tenía doblada. La Pancha, sin inmutarse, la hizo sentar en la silla con asiento de cuero de vaca, la mejor para dejar fluir las energías, le colocó el pañuelo en la cabeza y sacó un huevo tibio recién puesto. Lo paseó con solemnidad por toda la humanidad de doña María, murmurando entre dientes unas oraciones que mezclaban al Padre Nuestro con un par de refranes de rancho. Luego, al quebrar el huevo en un vaso con agua, el pueblo entero se estremeció: según la Pancha, aquella clara revuelta era señal de “envidia enquistada”.

—¿Lo ve, comadre? Aquí está el mal. Esto no se lo quita ni el doctor ni la mejoral. Pero no se me apure, que con tres limpias y una veladora roja me la dejo como nueva.

La pobre doña Mariita, que juraba sentir ya el alivio con solo escucharla, le compró no solo las tres veladoras sino también medio kilo de café y una docena de cigarros “para las oraciones”. Salió de allí con el corazón más ligero y la cartera más vacía, pero convencida de que ya caminaba sin el mal encima. Y lo cierto es que, días después, las gallinas comenzaron a poner de nuevo y los nietos dejaron de toser. El pueblo, en vez de dudar, terminó por reafirmar la fama de la Pancha: “si hasta el aire malo le tiene miedo” decían.

Así, entre humo, oraciones improvisadas y carcajadas que se colaban por las rendijas de la casa, fue levantando un respeto que ni el párroco ni los dos médicos del pueblo pudieron igualar.

Pero como todo lo humano, también la Pancha tuvo su final. Y no fue de embrujo ni de hechicería, sino de puro tabaco. Los Delicados, consumidos uno tras otro, le pasaron factura en forma de enfisema pulmonar. Ni el té de raíz de choya ni sus hierbas milagrosas pudieron con ese mal. Murió en un hospital, rodeada de enfermeras que olían a cloro y paredes sin santos, tan lejos de su altar improvisado y de su piedra de Salomón.

Eso sí, cuentan que hasta el último día pidió un cigarro, como quien pide bendición final.

Y desde entonces, en la memoria del pueblo y en la historia familiar, quedó su nombre grabado con humo: Pancha, la por siempre Pancha, mujer de remedios y carcajadas, comerciante nata y curandera de almas, capaz de curar con igual destreza la fiebre, la tristeza y el aburrimiento.

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