martes, julio 8, 2025

Cuando la lluvia caía como promesa / Rosario Segura

Fecha:

Machincuepas

Rosario Segura

Sábado 5 de julio de 2025

Cuando la lluvia caía como promesa

Esta semana, durante dos días, el cielo se cubrió de nubes gordas, oscuras, de esas que antes, desde que iniciaba junio hasta que terminaba agosto, nos regalaban tardes de aguacero sin falta.

Era como un acuerdo entre el cielo y la tierra: la lluvia caía y nosotros la esperábamos con los brazos abiertos. Los arroyos bajaban tan bravos que no nos dejaban salir de casa hasta que escampara, y uno se quedaba mirando desde la ventana cómo el agua barría las calles, levantando con fuerza todo lo que encontraba.

Cuando al fin pasaba el torrencial, y las olas color chocolate bajaban su furia, la ciudad quedaba limpia —aunque fuera por un rato—. El agua se llevaba consigo el basural que las calles guardaban para la ocasión, como si todo estuviera planeado: que viniera la lluvia a poner orden.

Entonces salíamos. La muchachada tomábamos las calles con una alegría que hoy parece lejana. Mojarnos con las últimas gotas era casi un rito religioso.

Los grandes también salían. No importaba si se mojaban los zapatos o si al día siguiente había que lavar otra vez la ropa. Todos compartíamos ese instante de frescura, ese alivio al calor, ese verano con olor a tierra mojada.

Pero ya no.

Ahora las nubes, como las de los días pasados, no traen agua para nosotros. Vienen como esperanza vacía. Quizá se arrepienten a último momento. Quizá nos prueban. Quizá ya no pueden. Para esta ciudad —esta que crece sin parar y se seca sin remedio— las nubes son solo sombra por un rato, sin promesas.

Los hijos del desierto no entendemos. Nos cuesta aceptar que algo tan esencial como el agua puede acabarse. Aun así, no la cuidamos. Nos hacemos de la vista gorda cuando los especialistas dicen que solo queda agua para unos pocos años. Menos de treinta.

Pero quienes nacimos hace más de cuatro décadas sabemos lo que es bañarse con agua de lluvia, gozar y chapotear bajo la luz de los rayos, ensordecidos por los truenos. Cada uno corría a esconderse cuando caía cerca un relámpago, pues temíamos que nos partiera en dos si nos agarraba a medio juego, a medio grito. Pero igual volvíamos a salir. Porque la lluvia era nuestra.

Los niños de ahora no conocen eso. No han sentido el lodo, no conocen el zoquete entre los dedos de los pies, ni han llenado cubetas para lavar el carro con agua de tormenta, tampoco han olido el perfume dulce de la primera llovizna o el canto ensordecedor de las chicharras anunciándola.

A veces me preguntan si exagero. Si de verdad llovía tanto. Les digo que sí, que era diario, que los techos se remojaban y las paredes se caían, que los sapos hartos de tanta agua se guarecían en las casas y nosotros escoba en mano los volvíamos a echar para afuera. A veces nos hartaba tanta lluvia. Me miran como si les contara un cuento. Y quizá lo parezca.

Pero no es un cuento.

La última vez que llovió de verdad, hace ya más de cuatro años, el cielo se rompió solo por treinta minutos. Treinta. Y bastaron para que todos saliéramos a la calle como si volviéramos a nacer. El agua desesperada buscó su cauce ocupado por fraccionamientos, cobrando derecho de antigüedad rompió paredes, hizo suyas las habitaciones y salió, aun con eso lo vimos como una bendición agradeciendo al cielo el milagro. Y lo fue. Porque en esta tierra seca, cada gota ya es una plegaria.

Todavía recuerdo el sonido de la lluvia golpeando el techo y las ventanas en la casa de mi nana. No podíamos hablar, porque no se oía nada. El agua caía con tanta furia que parecía querer entrar y a veces lo lograba. Y uno, desde la cama, se acurrucaba con gusto, sabiendo que afuera todo se empapaba, que los árboles cantaban, que los sapos salían de sus escondites. Era una música. Una que el cuerpo sigue extrañando, aunque pasen los años.

Había días en que no llovía solo en la tarde. Llovía todo el día. Amanecía gris, y ya sabíamos que no habría clases o nos iríamos corriendo arropados por un plástico, evitando llegar chorreando con libros y cuadernos empapados. Era otro mundo. Uno en el que el agua era compañera, y no amenaza, nos era familiar y paisaje común cada verano.

Ahora los científicos vienen con sus gráficas, sus tablas, sus advertencias. Dicen que los mantos están al borde del colapso. Que los pozos ya no dan. Que las cuencas están secas. Y nosotros los escuchamos en silencio. ¿Qué vamos a decirles? ¿Que lo sabíamos? ¿Que no hicimos nada? ¿Qué es culpa del cambio climático? Rezar parece poca cosa, pero es lo que nos queda. Cada que una nube cruza, se hace un murmullo colectivo: “Que llueva… por favor, que llueva”.

Y si cae una gota —una sola— todos levantamos la cara como si estuviéramos esperando una señal. Y esa o esas gotas la hacemos viral contando a unos y otros que lloviznó. 

Ahora, en esta tierra agrietada, cada uno sobrevive como puede. Las llaves gotean con desgano. El agua se guarda en tinacos, se mide en litros, se teme. Las autoridades hacen o que pueden para que no nos falte.

Y los abuelos revisan el cielo cada mañana como antes se revisaban los huesos: buscando señales, queriendo adivinar si algo se avecina. Hay quienes siguen abriendo surcos, sembrando, aunque la tierra ya no trague semilla con la misma alegría de antes. Otros prefieren no hablar del tema. Dicen que mejor pensar en otra cosa, que de nada sirve lamentarse.

Pero yo sí me acuerdo.

Me acuerdo de los charcos eternos frente a la casa, de los relámpagos que iluminaban la cocina mientras mi madre cocinaba con el radio encendido. De las veces que los perros de la casa y yo brincábamos en cada charco por mero juego y terminábamos empapados, el mustafá, mi perro, ladraba como loco, acompasado por mi risa. Me acuerdo de los apagones durante las tormentas, y de cómo nos juntábamos todos en la sala, con velas, contándonos historias de miedo, mientras afuera el mundo se lavaba.

¿Será que el agua se cansó de nosotros? O ¿Que la espantamos cuando empezamos a alegrarnos con cada nube?

Pienso en eso a veces, mientras camino por las calles polvorientas. En el parque las bancas donde antes brotaban hierbas verdes hoy están resecas. Los pocos arroyos que aún quedan son apenas cicatrices en la tierra. Las plantas que antes florecían con el primer chubasco ahora esperan una temporada que ya no llega.

Los niños de ahora tienen otras formas de jugar. Tienen pantallas, tienen botones, tienen mundos digitales que no necesitan lodo ni charcos. Pero no saben lo que es ver llover una tarde entera, dormirse con ese arrullo, salir a correr sin miedo a ensuciarse. Les cuento y me miran con los ojos muy abiertos. Me preguntan si volverá. Les digo que sí, aunque no sé si miento. Porque creo que no depende de nosotros.

No se trata solo de rezar, aunque rezamos. Todos rezamos. En las iglesias, en las casas, en silencio o en voz alta. Algunos le hablan a Dios, otros a la tierra, otros al agua misma. Como si fuera un ser dormido al que hay que despertar con cariño.

Pero también hay que hacer más. Aprender del pasado. Escuchar lo que ya nos dijo la tierra cuando aún nos daba. Entender que no es eterna. Que hay que cuidarla. Que el agua no es promesa, es decisión.

A veces cierro los ojos y vuelvo a estar ahí: en la calle mojada, con los pies descalzos, mirando cómo se forma el primer charco del día. Mi madre grita desde la ventana que ya me meta, que me voy a enfermar. Pero yo no quiero. Quiero quedarme ahí, sintiendo cómo la lluvia me empapa el alma. Quiero que nunca se acabe.

Y luego abro los ojos. Y no llueve. Pero una nube se asoma.

Y entonces, como cada vez, alzo la cara y murmuro lo de siempre, lo de todos:

—Que llueva, por Dios … que llueva.

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