viernes, junio 27, 2025

“Noche de Guardia, Gases y Glucosa” / Rosario Segura

Fecha:

Machincuepas

Rosario Segura

Viernes 27 de junio de 2025

“Noche de Guardia, Gases y Glucosa”

No hay noche más larga que la que se pasa en un hospital siendo paciente. Las horas se vuelven eternas porque los minutos se arrastran, lentos, interminables. Tan interminables como las historias que se tejen entre las personas mientras llega la atención médica o el diagnóstico. La interacción con otros se vuelve una estrategia para acortar la espera, que puede durar horas… o días. Como comentó una chica joven que llevaba ahí desde las siete de la mañana del día anterior, víctima de una dolencia que, según le avisaron a las dos de la mañana, era apendicitis y requería cirugía urgente. Yo llegué a las tres y media de la tarde; a las tres de la mañana me asignaron cama… y a la chica del apéndice aún no la llevaban a quirófano.

Después de la rutina matutina y parte del mediodía, fui trasladada del gimnasio —donde me encontraba— a la sala de urgencias del servicio médico al que estoy afiliada. Tras una primera valoración, al ver que mi diástole y sístole andaban por los cielos, me pasaron a un área y me sentaron en una silla que, no la tienen ni en Dinamarca. Hasta eso, fui suertuda: me tocó una con posa brazos. Las otras eran puro asiento y respaldo. Ahí, todos colgados a la pared mediante las cánulas del suero, las amistades surgen rápido. Las preguntas sobre por qué te trajeron esperan respuesta, aunque ya todos hayan escuchado antes tu historia, porque las enfermeras se encargan de investigarte como si fueras sospechoso: hasta la edad te sacan. Pero, para mantener al tanto a los que van llegando, las historias se repiten como canciones de moda.

“Pues yo soy hipertensa”, dije cuando me tocó el turno de presentarme. “Estaba en el gimnasio”. Y cuando me preguntaron por qué estaba haciendo ejercicio si me sentía mal, contesté: “No, no me sentía mal”. Conté parte de mi historial médico y familiar, pero dejé la historia inconclusa, porque llegó uno nuevo.

Un chico bastante flaco, tan flaco que sus enormes ojos verdes le resaltaban el rostro de forma rara. El flaco de los ojos verdes se integró rápido, no así el custodio que lo acompañaba. Se quedó parado en la puerta, sin quitarle el ojo de encima. Por más que le pedían que esperara afuera, insistía que no podía dejarlo solo. En ese momento, mi historia quedó truncada; pasé de ser la novedad para formar parte del público silencioso. Todos quedamos atentos al nuevo inquilino de urgencias.

A él parecía no importarle la vigilancia del custodio, ni tampoco compartir su historia. Así que, para no quedarme con la duda, me inventé una. Basándome en el logo de la camisa del guardia, deduje que venía de una casa de rehabilitación para adicciones. Me acordé de esos que salen a vender mini pays de queso, bastante malitos, dicho sea de paso.

Pensé que el custodio también había sido paciente ahí. Lo supuse por sus tatuajes. Sabía que en esos lugares los rehabilitados luego se vuelven padrinos de los nuevos internos. Casi podía asegurarlo. Pero también salió mi yo menos etiquetador, me desdije y busqué otra hipótesis: tal vez buscó trabajo y lo contrataron como custodio. Los tatuajes se los hizo en la secundaria. El rostro de mujer que tenía en el brazo izquierdo quizá fue una exnovia, o un amor platónico que lo decepcionó. O su madre de joven, quién sabe. En el otro brazo tenía un laberinto, que a lo mejor simbolizaba una búsqueda interior, un tiempo en el que anduvo desubicado, sin saber qué hacer con su vida.

En esas divagaciones estaba cuando me cachó mirándole los brazos con atención quirúrgica. Me apuré a desviar la vista justo cuando escuché a mi vecina de silla pedir a gritos algo para los gases, porque ya no aguantaba. “¡Suéltelos!”, le dijo el enfermero. “¡Ay sí, como tú puedes salirte al pasillo!”, gritó el caballero que estaba ahí porque llevaba cuatro días con diarrea.

Todos nos reímos. Y luego tratamos de aguantar la respiración cuando la mujer soltó una flatulencia digna de estudio clínico, dejando en la madrugada un buqué a huevo cocido.

Nos reímos bajito, como quien no quiere que lo escuche el de la bata blanca, aunque todos sabíamos que al personal médico ya nada lo sorprendía. Ahí uno puede soltar gases, llorar, gritar, y hasta jurar que ve a la Virgen en la cortina del cubículo, y a nadie se le mueve una ceja. Tienen como un blindaje emocional que uno no sabe si admirar o denunciar.

A eso de las tres y media, ya cuando uno empieza a preguntarse si de verdad vale la pena seguir viviendo (o por lo menos si no sería mejor desmayarse para pasar el rato sin sufrirlo tan consciente), llegó ella. Una mujer joven, panza prominente y cara de susto. La traían en silla de ruedas y lo primero que dijo fue: “¿Y si pierdo a mi bebé aquí? ¿Quién se hace responsable?”. Todos nos callamos. En los hospitales el humor tiene límites, y ese justo es uno de ellos. Pero la señora del gas —que no tenía filtro ni piedad— murmuró:

“Que no sea tan negativa, que eso se pega”. Un enfermero le pidió silencio con cara de pocos amigos y luego nos miró a todos como si dijera: “Cállense todos o me largo y me voy a dormir”.

La embarazada fue ubicada justo frente a mí, y aunque intentaba ser fuerte, cada tanto se le escapaba un sollozo bajito, de esos que uno siente en el estómago. Nadie hablaba, pero todos la mirábamos con la misma mezcla de lástima y resignación. Uno no quiere meterse, pero también duele.

Y cuando parecía que la noche agarraba su tono triste, llegó una adolescente con pantalón de uniforme escolar, el maquillaje corrido y la desesperación trepada hasta la garganta.

“¡NO PUEDO RESPIRAR!”, gritaba. “¡ME VOY A MORIR!”. Le colocaron oxígeno y le decían con toda la calma del mundo: “Si estás hablando y llorando, sí estás respirando”. Pero no había poder humano que la convenciera. Chillaba como si estuviera siendo exorcizada, y hasta la embarazada, que apenas podía moverse, trató de decirle que se calmara.

“¡Me voy a desmayar!”, gritó. “Pues desmáyate de una vez, mija, y ya no sufras”, dijo en voz baja la viejita que estaba al fondo, cubierta con una manta color mostaza que parecía robada del IMSS en los años setenta.

La señora de edad era otra joyita. Había llegado cargando una bolsa de plástico con papel sanitario, porque “el baño de aquí es muy rasposo y a veces ni hay” según sus propias palabras. La pobre no podía sentarse bien, se movía en la silla como si tuviera fuego en la retaguardia. “Tengo hemorroides desde el 92, pero estas ya son como naranjas agrias”, dijo.

Yo traté de no imaginarlo, pero ya era tarde: la imagen se me instaló en el cerebro como si fuera fondo de pantalla.

La viejita tenía nombre, claro. Era doña Yola, cliente frecuente del nosocomio y hablaba como con los enfermeros como quien los conoce de años. “El problema de este país es que a uno lo atienden cuando ya es tarde. Si me hubieran visto el lunes, no estaría aquí sentada como Cristo en el Vía Crucis”, se quejaba. La adolescente entre grito y grito también la escuchaba, y yo juré que por un momento se calmó más por la sabiduría de Doña Yola que por el oxígeno.

Y así nos pasamos la madrugada: entre flatulencias, sollozos, sermones, gritos y teorías médicas no solicitadas. La enfermera que hacía el pase de lista a cada rato ya nos conocía por apodos. Yo era “la hipertensa que hace ejercicio”, la adolescente era “la respiradora compulsiva”, el chico flaco “el detox” y la viejita era simplemente “Doña Yola”, porque los títulos se ganan.

Al final, como a las cinco, por fin se llevaron a la del apéndice. Hasta mi camilla que había quedado justo enfrente del lugar de las sillas, escuche como todos aplaudieron bajito, como si se graduara. Yo creo que eso fue lo único verdaderamente bonito de la noche: ese sentido de comunidad tan absurdo como reconfortante. Ninguno de nosotros se conocía, pero en esas horas largas y lentas nos volvimos algo parecido a una familia disfuncional atrapada en el peor retiro espiritual del mundo.

Cuando me pasaron a la camilla para la observación a eso de casi las cuatro.  No me despedí de nadie. Sentí que si lo hacía rompía la magia, como cuando uno se despide de los personajes de un sueño. Pero en mi cabeza les deseé suerte.

A la embarazada, que todo saliera bien; a la adolescente, que pudiera respirar sin drama; a Doña Yola, que sus naranjas no explotaran; y al chico flaco… bueno, a ese que encontrara el camino, ya fuera con mini pays o sin ellos.

Y mientras me alejaban en la camilla, miré el techo manchado, la luz parpadeante, y pensé:

No hay noche más larga que en un hospital… pero al menos, si hay suerte, uno se encuentra gente que le roba una carcajada.

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