sábado, junio 21, 2025

La eterna espera / Rosario Segura

Fecha:

Machincuepas

Rosario Segura

Viernes 20 de junio de 2025

La eterna espera

El día amaneció como de costumbre. Mi tía Magüi, también como de costumbre, se levantó en punto de las cuatro de la mañana a preparar el lonche para el Lalo, que trabajaba en la milpa del Nacho Noriega. Uno a uno, los burritos de huevo con papas estuvieron listos antes que los de frijoles, pues de estos tenían que sobrarle para que a su regreso los hermanos pequeños se comieran los “burritos paseados”, una costumbre extendida de generación en generación en todas aquellas familias que trabajaban en milpas.

Una vez listo el lonche y el termo de café, fueron colocados en el morral antes de despertar al Lalo.

—Ya levántate —le dijo—, ya casi es la hora.

El joven de apenas diecisiete años brincó del catre en que dormía y se dirigió a lavarse la cara. Se mojó el pelo, se puso el sombrero y, con la ropa que había dormido —pantalón y camisa a cuadros—, se colgó el morral justo a tiempo para el primer pitido del carro que transportaba a los trabajadores.

—Ya me voy, ama —gritó a manera de despedida, mientras su madre levantaba la mano haciendo la señal de la cruz, bendición y escudo protector, para que le fuera bien, para que Dios le diera fuerza, para que el sol no lo noqueara al mediodía, cuando caía inclemente sobre las cabezas de los hombres y mujeres que poblaban el surco. De ahí la importancia de blindar al joven Lalo con esa cruz invisible, que lo llevaba y traía con bien.

El carro, repleto de trabajadores apretujados unos con otros, partió dejando tras de sí una estela de polvo que impidió a mi tía Magüi seguir con la vista la trayectoria del vehículo. Sin terminar de rezar la oración que como mantra repetía mentalmente hasta perderlo de vista, regresó a la cocina. Se sirvió una taza de café y, como lo hacía a diario, regó las plantas, barrió las hojas, y con el segundo café en mano, se sentó en el porche bajo la sombra de la piocha a esperar la hora de levantar a los otros chamacos para despacharlos a la escuela.

Ese momento a solas, con el café humeando entre sus dedos, lo aprovechaba para dirigir sus oraciones al descanso eterno de su marido, un buen hombre que había muerto víctima de un rayo durante una tormenta de agosto, dejando viuda a una mujer joven con seis hijos pequeños. Tres hombres y tres mujeres. Lalo era el mayor. Por eso tuvo que dejar la escuela y buscar trabajo para sostener la famélica economía de la familia.

Mi tío también había sido jornalero, y tras su muerte, la única herencia fue el hueco de su ausencia, las deudas del funeral y la promesa del patrón de darle trabajo al mayorcito de los hijos.

Cuando la casa quedó tranquila y mientras mi tía trajinaba de un lado a otro —alimentar las gallinas, recoger los huevos, cambiar el agua de los perros, hacer tortillas, preparar la comida—, el día se fue consumiendo en labores humildes, como en tantos otros hogares.

Pero poco antes de la hora indicada y justo antes de que la campana de la escuela anunciar las dos, que era la hora de salida, en la casa de mi tía Magüi se instaló la sombra del mal augurio. El Lalo regresó con la novedad de que en la milpa habían recortado gente, y uno de ellos era él. Pero le dijo a su madre que no se preocupara, que un grupo de amigos lo había invitado a cruzar al otro lado. Que allá en California, en la pizca de la lechuga, pagaban tres dólares la hora. Una fortuna para un joven de Carbó.

A mi tía no le pareció tan descabellada la idea. En el pueblo, cruzar la frontera era casi un rito de paso. Aunque el corazón se le encogiera, no frenaría al hijo. Necesitaban el dinero. Y ella sabía que había sueños que no caben en casas con techos de lámina.

Los días siguientes se fueron entre preparativos. Un pantalón nuevo, unas botas prestadas, una cobija enrollada y la bendición de su madre fue todo su equipaje. La madrugada en que Lalo partió, mi tía no durmió. Se pasó la noche lavando ropa, remendando una camisa, calentando café, envolviendo burritos.

—Nomás llegando me escribes —le dijo ella, con los ojos llorosos, haciendo la señal de la cruz en su frente, en sus labios, en su pecho.

Él la abrazó fuerte. Se separó y caminó sin mirar atrás.

La tan añorada carta o la noticia de boca de algún amigo nunca llegó.

Pasaron los días. Luego las semanas. Y después los meses dieron paso a los años.  Al principio, mi tía preguntaba a todo el que volvía del norte si había visto a Lalo. ¿No lo habrás encontrado? ¿No oíste de él? Pero nadie sabía, nadie tenía certezas. Su nombre se volvía rumor, sombra, posibilidad.

Al paso del tiempo, las preguntas comenzaron a doler más que el silencio. Por eso mi tía dejó de hacerlas.

Desde entonces, se sentaba todas las tardes en la poltrona, bajo la sombra del árbol, mirando al horizonte. Rogándole a Dios, en voz baja, con los ojos entrecerrados, ver la figura de su hijo regresar. Las manos quietas sobre el regazo, los labios moviéndose apenas, los ojos clavados en el punto donde el polvo de la calle se levanta cuando alguien viene.

Un día, años después, uno de los amigos con los que se había ido regresó al pueblo. Flaco, desmejorado, con los ojos apagados. Se acercó a la casa con la gorra entre las manos, como si cargara una culpa vieja. Dijo que cuando cruzaban el desierto, los correteó la migra. En el caos se separaron.

Algunos lograron esconderse, otros no. Que no sabían si al Lalo se lo había llevado la patrulla fronteriza o si se había perdido entre las dunas, tragado por el calor, el silencio, la sed.

Mi tía escuchó el relato sin interrumpir. No lloró. Solo asintió, como quien confirma lo que ya había sospechado en su fuero más íntimo. Agradeció con un hilo de voz y volvió a sentarse en la poltrona. Ahí siguió, cada tarde, mirando las calles que vieron crecer al Lalo, jugando en ellas con las rodillas raspadas, corriendo detrás de una pelota vieja.

Los años hicieron estragos. La casa envejeció junto con ella.

Las macetas se despostillaron, la piocha perdió hojas, los retratos se hicieron amarillos. Pero ella nunca dejó de mirar al horizonte. Nunca dejó de preparar, algunos domingos, burritos que dejaba sobre la estufa, por si “alguien” llegaba con hambre. Nunca dejó de hacer la cruz en el aire cuando pasaba una camioneta. Nunca perdió la esperanza de ver a su primogénito aparecer del polvo, del tiempo, de un milagro.

A veces pienso que el Lalo sí volvió, pero en sueños. En esas noches en que mi tía sonreía dormida, murmurando su nombre como si lo arrullara. Tal vez lo vio crecer con los años, como si el amor de madre pudiera inventarse su propia versión de los hechos, una donde el hijo vuelve entero, agradecido, con historias del norte y las manos llenas de abrazos.

Y aunque nunca regresó, ella siguió esperándolo. Hasta su último día. Sentada en la poltrona, con la vista al polvo del camino, bajo la sombra del árbol que ella misma sembró cuando Lalo tenía apenas cinco años. Esperando. Porque algunas madres no entierran a sus hijos. Solo esperan el momento del reencuentro.

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