Machincuepas
Rosario Segura
Domingo 15 de junio de 2025
Sin más nombre que papá
Cuando llegamos a vivir a esta ciudad, la casa que nos esperaba estaba justo a los pies del famoso Cerro de la Campana. Yo era apenas una niña, y todo me parecía nuevo, inmenso. Ver ese cerro tan seco, tan pelón, pero tan majestuoso, fue —ahora lo entiendo— como encontrarme con una de esas maravillas que no caben en las postales.
La casa era chiquita, pero tenía su encanto. Nos acomodamos con los pocos muebles que mi mamá decidió traerse; los demás se quedaron allá, en la casa de mi nana. La calle donde vivíamos era la última antes de que empezara la subida al cerro. Apenas cuatro casitas y una cueva, justo en la curva, bajando hacia el centro.
Fue en esa cueva donde conocí —de lejos— a los Carboncitos, tres chamacos que vivían con su papá. Un hombre joven, que según mis hermanas había sido muy guapo, aunque ya ni el color de piel se le notaba de tanto polvo y sol. Siempre andaba tiznado, porque su trabajo era juntar cartón, periódicos, fierro viejo… lo que cayera para ganarse unos pesos y sacar adelante a sus hijos.
Esa cueva era su casa. Paredes de piedra, piso de tierra, sin ventanas, sin más entrada que la misma salida. Y sin mujer. Los vecinos contaban que la mamá de los Carboncitos había muerto de pulmonía, dejando solos, con su padre, a un niño de cinco años —el mayor—, otro de cuatro y un pequeñito de apenas dos. Desde entonces, el papá se encargó de todo. Se las arreglaba como podía, entre la caridad de los vecinos y lo que sacaba de la chatarra.
Eran huérfanos, decían los vecinos casi susurrando, yo ni sabía bien qué significaba “huérfano”, pero algo me decía que ellos vivían una historia diferente. Aun así, los veía felices en la calle, rodando llantas viejas, jugando canicas con piedras, riéndose con ese ruido que solo hacen los niños cuando no conocen otra preocupación que el juego. Cuando llovía, la cosa cambiaba. El agua bajaba del cerro y se metía a la cueva, y entonces salían corriendo a proteger lo poco que tenían, resguardándolo bajo un tejabán improvisado que el papá había armado con pedazos de madera y lámina.
A ese señor siempre lo vi trabajando. En las tardes llegaba sudado, empolvado, con las manos sucias y la espalda encorvada. A mí me daba un poco de miedo; a mi mamá, en cambio, le causaba respeto. Siempre decía que tenía mérito ver a un hombre solo, sacando adelante a sus hijos. Nunca lo escuché quejarse ni pedir nada. Si alguien le ofrecía algo, lo recibía con una sonrisa y un “gracias” que se notaba sincero.
Algunas vecinas le guardaban tortillas o un poco de sopa. Él siempre se aseguraba de que comieran primero los niños, aunque él se quedara sin probar bocado. Nunca lo vi descansar. Su única ambición, parecía, era esa: que sus hijos sobrevivieran un día más.
Recuerdo haberlo visto curar una fiebre con tés de yerbas, limpiar narices con la manga de su camisa, regañarlos cuando se pasaban de vivos. Todos decían que era un buen padre. Contaban que para el frío hacía cobijas con trapos encontrados en la basura. Y aunque pasaba el día en la calle trabajando, no perdía de vista a sus hijos: el mayor organizaba, el de en medio cuidaba al chiquito, y todos sabían que no había que fallarle al papá.
Nunca supe cómo se llamaba. Para todos era simplemente el papá de los Carboncitos. Tampoco sabíamos los nombres de los niños, pero los distinguíamos: el que se hacía el valiente, el risueño y el llorón. Yo nunca jugué con ellos, pero siempre los observaba. Y, la verdad, a veces los envidiaba. Ellos no iban a la escuela, se la pasaban jugando todo el día.
Pasó el tiempo, y como pasa siempre, nos fuimos de esa casa y de esa colonia. Dejamos atrás al cerro… y también a los Carboncitos. Nunca más supe de ellos.
Años después, cada vez que llega el Día del Padre, me acuerdo de ese hombre. De ese señor sin nombre que no tenía nada, pero lo daba todo. De ese papá que no conocía la palabra “descanso”, que no podía enfermarse, ni caerse, ni rendirse. Porque tenía a tres pequeños que lo necesitaban con todo.
Tal vez nunca tuvo un trabajo de oficina ni una casa de verdad, más allá de esa cueva que la vida le prestó. Pero tenía una fuerza… una voluntad que vencía hasta la tristeza.
No sé si sus hijos llegaron lejos, si algún día también fueron padres. No sé si repitieron la historia o rompieron el ciclo. Pero me gusta pensar que, donde estén, también lo recuerdan con la misma mezcla de respeto y ternura con la que mi madre —y muchos otros vecinos— hablaban de él. Porque lo que hacía, lo que daba, no se ve todos los días. Y menos en soledad.
Sin más nombre que “papá”, ese hombre fue, sin duda, un gran padre.