Machincuepas
Rosario Segura
Domingo 8 de junio de 2025
Quiere Pedo el Maruquita o cuando votar no es votar
En Carbó, mi pueblo natal, antes de que llegaran los forasteros a quedarse y mezclar las costumbres con las suyas, todos nos conocíamos. Literal. Cada familia sabía de la otra, y las excepciones eran mínimas. Muchas veces, hasta terminábamos siendo parientes, aunque fuera de rebote. Una de esas familias de estirpe peculiar eran los Maruca. Raro apellido, sí, pero en aquel pueblo que quedaba más cerca de Arizona que de Hermosillo, abundaban los Quinn, los Arnold, los Platt y los Smith. Todos con cara de haber nacido arriba de un caballo y entre ganado.
Nosotros, los de apellidos castizos —los López, los Martínez, los Pérez, y toda esa legión que suena a lista de primaria—, veíamos con recelo y un poco de envidia a esos apellidos de película que solían tener tierras, vaquitas y un tractor nuevecito. Pero el caso de los Maruca era diferente. Muy diferente.
A la Licha del Maruca, como le decían, se le conocía por haber parido ocho hijos casi sola, nomás con ayuda de la nana Toña, la comadrona del pueblo, que era nana de todos y madre de ninguno. Mujer de carácter y manos santas, pero con una lengua más filosa que machete nuevo.
Licha se quedaba en casa —como muchas de su época— y hacía milagros con el frijol y las tortillas. El Maruca, el papá, trabajaba… cuando trabajaba. Un día ayudante de albañil, otro jornalero, a veces “cuida vacas”, dormido, pero las cuidaba. Pero la mayor parte del tiempo se le veía fuera de la cantina, tomando como si le pagaran por trago consumido.
No era ayudante del cantinero, ni cliente moderado. Era más bien una especie de mueble ambulante que se acomodaba a la sombra de los barriles y ahí se le iba el día.
La cantina de Adalberto era para los hombres lo que el changarro de la Fátima del guilo lechero era para las mujeres: centro de información, red social sin Wifi, y radio pasillo con eco. Ahí se enteraba uno de todo: de lo que pasó, lo que está pasando y lo que probablemente no pase, pero se cuenta como si ya hubiera pasado.
El Maruca era de los que ahora llaman “mala copa”, aunque eso es poco para describirlo. Se tomaba hasta el alcohol curado con marihuana que Licha guardaba en el ropero para sobarse las piernas reumáticas. No había quien le quitara la botella ni quien le ganara una discusión… hasta que se pasaba de tragos y comenzaba la gresca, casi siempre con sus propios hijos, que, para el caso, eran calca del padre.
Ninguno pisó una escuela más de una semana, y ningún trabajo les duraba más de tres días.
Los Maruquitas —así les decíamos, porque no se les podía diferenciar por nombre— eran de pleito fácil. Si no había discusión, ellos la empezaban. En la cantina eran como un anuncio de alerta temprana: cuando empezaban a balbucear, dar tumbos y soltar golpes al aire, más de uno pagaba la cuenta y se largaba entre risas. Fue ahí donde nació la frase que todavía usamos en la familia: “Quiere pedo el Maruquita”, con la que desde entonces bautizamos a todo aquel que anda buscando pleito sin razón.
El domingo pasado, como es costumbre, salí a misa. Pero esta vez, además de querer salvar el alma con un par de golpes de pecho, me ganó la curiosidad. Ese día eran las elecciones y, aunque no soy de metiche, algo me picaba.
Antes de ir al templo, pasé por la escuela de la colonia, donde sabía que estaría instalada la casilla.
Era medio día y el lugar parecía más abandonado que una biblioteca en vacaciones. Solo una mujer sentada, espantando moscas con un cartón y abanicándose como si eso calmara el calor que caía como plomo bajo el tejabán. Me quedé un momento viendo, pero como buena católica, seguí mi camino. Fui a misa, ofrecí la paz, pedí por los gobernantes del mundo (aunque con pocas esperanzas) y salí con la conciencia ligera.
Después del templo, pasé por el mandado y compré algo para comer sin tener que cocinar —domingo de descanso es descanso completo. Pero mientras iba rumbo a casa, me volvió a picar el chisme. Mi yo mitotero se impuso y decidí regresar a ver si ahora sí había gente votando.
Esta vez me estacioné con toda la intención y me acerqué. Había un pequeño grupo de personas —no más de cinco—, todas del equipo encargado de vigilar la votación. Nadie votando. Pregunté y me dijeron que sí llegaban personas, pero en grupitos, a cuenta gotas. Justo en eso, vi llegar un carro del que bajaron cuatro personas mayores: tres mujeres y un hombre, todos con más años que agilidad. Me acerqué, curiosa, y les pregunté si venían a votar. Uno me miró tras sus lentes gruesos como fondo de botella sin entender mucho. Una de las señoras, con una sonrisa cansada, me dijo que sí, que la licenciada los había ido a buscar a su casa y los trajo.
Pregunté, medio al tanteo, si sabían por quién iban a votar. La misma señora, sin malicia, respondió que la licenciada también les diría eso. Me quedé fría. Estuve a punto de soltarles el discurso del fraude electoral cuando vi a la susodicha licenciada, papeletas en mano, que al notar mi presencia se puso más tensa que tambo de gas en incendio.
Me vio, me reconoció, y vino directo a encararme. —¡Retírese señora, no puede estar aquí!
No había terminado de gritar cuando ya estaba yo pensando en darle gusto: salirme y esperarla afuera. Pero mientras ella seguía con amenazas de que llamaría a sus compañeros, yo me quedé quieta, más por terca que por miedo. —No me voy hasta ver cómo le explican a los ancianos esas papeletas —le solté.
Fue ahí cuando me tomó del brazo. Y yo, sin pensarlo mucho, solo pensé en voz alta:
—Quiere pedo el Maruquita…